La iluminación espiritual

El yoismo conduce a la guerra

POR: PATROCINIO NAVARRO

Imagen; El yoismo conduce a la guerra; Patrocinio Navarro

YOÍSMO

En estos días atroces que vivimos cualquiera que sea el aspecto que contemplamos, bien sea la economía, el estado del Planeta, la pobreza creciente y la mediocridad generalizada, acompañadas de un largo etc., es imposible pasar por alto el tema de la guerra en general, y de lo que se llama guerra justa, en particular que forma parte inseparable de los otros conflictos: los interpersonales. Y uno se pregunta: ¿Tendrá todo ello verdaderamente alguna relación entre sí?... Y de tenerla, ¿quiénes son los protagonistas y cuál la motivación real, dejando a un lado las banales excusas circunstanciales que motivan cualquier conflicto?... Porque todas las guerras se programan despacio y se declaran luego con solemnes excusas (territorio, patriotismo, ideas religiosas) en las que siempre el otro tiene la culpa. También en los conflictos interpersonales que en el fondo no son más que guerras de baja intensidad entre personas, siempre el otro tiene la culpa. Pero ¿quién es responsable realmente? Si en lo personal el otro es el espejo que muestra nuestras propias miserias, ¿qué hay tras los argumentos oficiales con que un Estado pretende justificar una guerra del tipo que sea? Ambición de una camarilla de poder que desea enriquecerse, dominar y controlar recursos. Para ello, el Estado que promueve una guerra se emplea en hacer desaparecer todo obstáculo que impida su propósito, bien sea legal, humano, físico o de cualquier naturaleza, porque en la guerra se utiliza el todo vale, como la rapiña, el asesinato, y toda clase de violaciones.

A pesar de todas las cortinas de humo que echan sobre nuestras mentes los belicistas, los fanáticos de las finanzas o de las religiones oficiales, los ecocidas y demás perversos ricos con sus medios de comunicación programadores de mentes, quiero centrarme en concreto en el tema de las guerras, que los otros tendrán su merecida y siempre poca atención para la que merecen.

Tras Irak, Afganistán y Libia, la llama de la muerte se extiende por Siria, amenaza Irán y se cierne sobre Egipto, el siguiente centro del ojo del huracán destructor. Quienes mueven los hilos de la guerra arrasan con la vida humana, animal y vegetal en defensa de los derechos humanos asesinando humanos y plagando el suelo de minas, los países de cárceles y sembrando el terror para luchar contra el terrorismo. Naturalmente, en defensa de la vida, la libertad y todo lo demás. He aquí la cínica paradoja de los bomberos incendiarios de Bradbury en su Farenheit 451.

Si las imágenes que se nos permite ver en la televisión (de las que no, ni hablamos) no nos tocan la conciencia, es que la tenemos muerta. Pero si nos conmueven los sucesos, y las declaraciones de los que dirigen las guerras no nos convencen, es que aún cabe alguna esperanza sobre la humanidad. Mas si salimos en defensa de alguno de los bandos contendientes cuyo deseo de matar es el mismo, aunque los medios y las posibilidades de hacerlo sean desiguales, si todavía hablamos de guerras justas- como hace la Iglesia- o de causas nobles que es preciso defender con armas; si todavía hablamos en términos de ellos o nosotros y creemos que es preciso eliminar al contrario, es que nuestra conciencia se encuentra en coma. Entonces no importa en qué parte del mundo nos encontremos, pues en el campo del batalla de nuestra mente ya estamos luchando a muerte contra alguien que finalmente ha de morir en alguna parte con la ayuda de nuestra energía que se expande en su nivel de vibración correspondiente hasta encontrarse con su energía semejante y formar parte de la tormenta destructiva, pues ninguna energía se pierde y lo semejante atrae a lo semejante. Y como ninguna energía se pierde, si sentimos odio, el odio nos encadena a la corriente de la guerra. (¿Difícil de aceptar para una mentalidad decimonónica?). Conocemos el quinto Mandamiento, se halla impreso en nuestra conciencia si no está en coma, pero aún así la Iglesia habla de guerras justas, porque está obstinada en corregir a Dios poniéndole letra pequeña a los Mandamientos que le convienen y obviando el Sermón de la Montaña y las verdaderas enseñanzas del Cristo pacífico. ¿Dónde está la conciencia de la casta sacerdotal? ¿Con Dios o contra Dios? Fácil es deducirlo, pues no se puede servir a dos señores.

¿Difícil de aceptar que somos nosotros, uno por uno, quienes damos al mundo el aspecto que tiene, sin exclusión de ninguno, ni de la guerra, claro está? ¿No es acaso el egoísmo llevado a su límite más extremo la causa de toda masacre originada por todos y comandada en nombre de todos por los egoístas con mayor poder y en su propio y exclusivo beneficio sobre las ruinas de todos los demás, sean amigos o enemigos? ¿En qué medida estamos libres cada uno de esta arma de destrucción? Cada uno lo sabe.

En su libro Los dolores del mundo, Schopenhauer expone las siguientes y aterradoras frases: Por naturaleza el egoísmo carece de límites. El hombre no experimenta sino un deseo absoluto: conservar su existencia, liberarse de todo dolor, hasta de toda privación….todo obstáculo que surge entre su egoísmo y sus apetitos excita su malhumor, su cólera, su odio; es un enemigo que es menester aplastar…Todo para mí, nada para los demás es su divisa….El egoísmo es colosal, no puede contenerle ni el universo entero. Porque si a cada cual se le diera a elegir entre el aniquilamiento del Universo y su propia pérdida no quiero decir qué contestaría….Hasta las grandes conmociones de los imperios son consideradas desde el punto de vista de su interés, por ínfimo, por lejano que pueda ser.

El campo de batalla de nuestra mente ( un recuerdo para Arjuna en el campo de batalla simbólico narrado en el Bhagavad Gîta) es el secreto lugar donde en primer término suceden las guerras, donde nuestros pensamientos convertidos en misiles de energía tan sutil como venenosa se dirigen contra vecinos, compañeros, familiares, amigos, partidarios de esta o aquella religión o partido…Estas son las particulares batallas que tanto tiempo, esfuerzos y hasta salud nos detraen a diario y cuya carga ponzoñosa, convertida de tal modo en madre de todas las guerras, crea las condiciones sin las cuales sería imposible llevarlas a cabo en cualquier parte del mundo, pues el odio se internacionaliza, se ramifica y acaba por descargar su mortífero equipaje allá donde existe alguna energía igual o semejante. Esta es una ley de la energía universal.

Si existieran guerras justas, o el odio fuese justo, no tendría sentido alguno el Mandamiento No debes matar, todo el mundo convendría que matar a otro es natural y no tendría por qué originar a nadie problemas de conciencia. Pero resulta que existe la conciencia de la que nace esa repugnancia normal a matar, esa ley espiritual íntima que no admite justificaciones ni excepciones. Nadie tiene licencia justificada –por legal que se pretenda- para matar (guerrear, ejecutar, asesinar, etc.) con o sin esas excusas absurdas del patriotismo, el credo religioso, la obediencia o el deber, porque la vida es algo sagrado el mayor valor a defender, un valor universal y un derecho a poseer que no puede subordinarse al interés de la administración de gobiernos ni de institución alguna religiosa o civil. La guerra es ilegítima: no existen guerras justas. Toda guerra no es otra cosa que un asesinato masivo de la peor especie, por ser un crimen fría y milimétricamente programado; una confrontación cruel e inútil que nunca ha resuelto nada excepto cuotas de mayor poder, riquezas y prestigio para individuos de la peor especie y sus gobiernos que las promueven. Y dado que toda guerra es un asesinato masivo, cada soldado- su ejecutor- no es otra cosa que un asesino, da igual el argumento legal. Cristo nos dio un nuevo paradigma: Ama como tú mismo quieres ser amado, incluyendo a tus enemigos, paradigma revolucionario opuesto al ojo por ojo que nos puede dejar ciegos a todos al decir de Gandhi, ese otro gran pacifista. A través de la exhortación de Cristo, es el amor, y no el odio, lo que nos hace más divinos, y menos humanos, más próximos a la idea del superhombre de Nietzsche y más lejos del cavernícola. Es el amor y no el odio lo que puede liberarnos de la pesada carga que supone ser responsable de la muerte de otro, muerte que juzga nuestra conciencia antes o después desde la ley universal, tan por encima de las leyes humanas y sus jueces y picapleitos.

¿Y cómo es la guerra para los comúnmente llamados cristianos, tales como los católicos y sus iglesias hijas? Estos hablan de guerras justas, y el Vaticano es uno de los mayores defensores de esta idea, lo que le evita pronunciarse contra los genocidios llevados a cabo por sus amigos. ¿Cómo calificar este silencio culpable del mundo llamado cristiano para vergüenza del propio cristianismo y del Maestro de maestros? ( ¿Difícil de comprender para una mentalidad parroquial del siglo pasado?)

¿Será que no existen cristianos entre los gobernantes, los militares, los diplomáticos, los periodistas que incitan a la guerra o la justifican? ¿No existen seguidores de Cristo en las iglesias que se llaman cristianas ni entre los soldados que empuñan armas? Es difícil creer que existan, pues ¿acaso el cristianismo no exige ser pacifista y denunciar los asesinatos que se cometen hasta en nombre de Dios, como se hace en las yihad, en las cruzadas, en las guerras llamadas justas o como quiera que se les bautice? ¿Por qué callan el Vaticano y las jerarquías de las otras iglesias? Prefieren esperar, tal vez, para lamentar luego el número de muertes, protestar plañideramente contra la violencia en abstracto, y celebrar solemnes misas de difuntos oficiadas, eso sí, por un capellán militar con grado de oficial para que el soldado muerto envuelto en la bandera patria tenga mayores garantías en los otros mundos.

Y si ahora dirigimos la vista al campo de los intelectuales, no es menor nuestra vergüenza al comprobar con qué miserables argumentos justifican tantos la necesidad de la guerra en tales o cuales condiciones, gentes cuya privilegiada cultura y supuesta sensibilidad para los que toda violencia debiera ser algo abominable en lugar de algo defendible. Cuando uno se encuentra con ellos en la prensa o se percata de su silencio cómplice resulta difícil creer que son los mismos tipos que suelen hablar bien de Sócrates, Tolstoi, Gandhi, Lutero King, Krishnamurti, y, por supuesto, del propio Nazareno y de todos los seres luminosos que han conferido a la humanidad directrices para el desarrollo de su conciencia y de su dignidad. Uno se pregunta cómo tantos de esos intelectuales, gentes cuyo oficio es la reflexión y el uso de la palabra, puedan ser seducidos en el mejor de los casos (en el peor, comprados o acobardados), hasta el extremo de mostrar esta esquizofrenia que les lleva a mostrarse compungidos por los que mueren en el bando de los pobres mientras apoyan con argumentos de colegial a los que matan del bando de los ricos. En su aparente ingenuidad de buenos chicos disfrazados de periodistas, locutores, profesores, técnicos de propaganda, etc. juegan a creer dividido el mundo en bandos de buenos y malos, a pensar que la guerra resulta indispensable para la paz llegado el caso, que es el mismo caso que defienden sus amigos, los organizadores y patronos en tantos casos.

Si la hipocresía no fuera la reina de todos los vicios sociales y la pantalla de todos los egoísmos, no podríamos explicarnos la existencia de esta corte de los milagros mundial que constituyen tanto los falsos cristianos como los hipócritas y cobardes intelectuales que toman partido por los bandos en guerra.

Hasta que la presente humanidad, sujeto por sujeto, superemos este difícil ejercicio de mirar el universo desde la ventana de nuestro ombligo, nos esperan duras batallas que nos han de llevar a realizar finalmente esos modelos de pensamientos y comportamientos correspondientes a una humanidad espiritualmente evolucionada, socialmente convivencial, económicamente justa, internacionalmente pacífica y políticamente participativa. Esta es la clase de humanidad que nos pude liberar de estos modelos de pensamiento anclados en el pasado y plagados de etiquetas opuestas para conducir rebaños enfrentados hacia catástrofes de esas que se llaman de consecuencias inimaginables hacia las que estamos abocados hoy de no poner cada uno bajo control todo lo que nos mueve contra nuestros semejantes. Esta es la verdadera batalla de nuestra vida: la de superar nuestro yo humano para dar paso a nuestra condición divina. Quien gane esta batalla podrá decir sin duda: he aprovechado mi existencia y he facilitado el camino a una humanidad evolucionada.


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