La iluminación espiritual

No te dejes llamar Maestro

La vida, el amor, la realidad, Dios

Vosotros, en cambio, no os dejéis llamar "Maestros",
Porque uno solo es vuestro Maestro. Y vosotros sois todos hermanos.

Mt 23.8

Podrás conseguir que alguien te enseñe cosas mecánicas, científicas o matemáticas, como el álgebra, el inglés, el montar en bicicleta o el manejar un ordenador. Pero en las cosas que verdaderamente importan -la vida, el amor, la realidad, Dios...- nadie puede enseñarte nada. A lo más, podrán darte fórmulas. Lo malo de las fórmulas, sin embargo, es que la realidad que te proporcionan viene filtrada a través de la mente de otra persona. Si adoptas esas fórmulas, quedarás preso de ellas, te marchitarás y, cuando mueras, no habrás llegado a saber lo que significa ver por ti mismo, aprender.

Míralo de esta manera: probablemente, ha habido momentos en tu vida en los que has tenido una experiencia que sabes que habrás de llevarte contigo a la tumba, porque eres completamente incapaz de encontrar palabras para expresarla. De hecho, ningún lenguaje humano posee palabras con las que poder expresar exactamente lo que has experimentado. Piensa, por ejemplo, en la clase de sentimiento que te ha invadido al contemplar el vuelo de un ave sobre un idílico lago, o al observar una brizna de hierba asomando por la grieta de un muro, o al escuchar el llanto de un niño en mitad de la noche, o al percibir la belleza de un cuerpo humano desnudo, o al contemplar un frío y rígido cadáver en su ataúd... Podrás tratar de comunicar dicha experiencia valiéndote de la música, de la poesía o de la pintura, pero en el fondo sabes que nadie comprenderá jamás exactamente lo que tú has visto y sentido. Eso es algo que te resulta absolutamente imposible de expresar, y mucho menos de enseñar. a otro ser humano.

Pues bien, eso es exactamente lo que un Maestro siente cuando le pides que te instruya acerca de la vida, o de Dios, o de la realidad... Lo más que puede hacer es proporcionarte una "receta", una serie de palabras ensartadas en una fórmula. Pero ¿para qué sirven esas palabras? Imagínate a un grupo de turistas en un autobús. Las cortinillas están echadas, y ellos no pueden ver, oír, tocar u oler absolutamente nada del extraño y exótico país que están atravesando, mientras el guía no deja de hablar, tratando de ofrecerles lo que él considera una vívida descripción de los olores, sonidos y objetos del exterior. Lo único que los turistas experimentarán serán las imágenes que las palabras del guía originen en sus mentes. Supongamos ahora que el autobús se detiene y el guía les indica que salgan afuera, mientras les da una serie de fórmulas acerca de lo que pueden esperar ver y experimentar. Pues bien la experiencia de los turistas estará contaminada, condicionada y deformada por dichas fórmulas, y ellos percibirán, no la realidad en sí, sino la realidad tal como ha sido filtrada a través de las fórmulas del guía.

Mirarán la realidad selectivamente, o bien proyectarán sobre ella sus propias fórmulas, de manera que lo que verán no será la realidad, sino una confirmación de sus fórmulas.

¿Hay alguna forma de saber si lo que estás percibiendo es la realidad? Hay al menos un indicio: si lo que percibes no encaja en ninguna fórmula, ni propia ni ajena; si, sencillamente, no puede expresarse con palabras. Entonces, ¿qué pueden hacer los maestros? Pueden hacerte saber lo que es irreal, pero no pueden mostrarte la realidad; pueden echar abajo tus fórmulas, pero no pueden hacerte ver lo que las fórmulas pretenden reflejar; pueden desenmascarar tu error, pero no pueden ponerte en posesión de la verdad. Pueden, a lo más, apuntar en dirección a la realidad, pero no pueden decirte lo que ven. Tendrás que aventurarte y descubrirlo por ti mismo.

"Aventurarse" significa, en este caso, prescindir de toda fórmula, tanto si te la han proporcionado otros como si la has aprendido en los libros o la has inventado tú mismo a la luz de tu propia experiencia. Esto es, posiblemente, lo más aterrador que puede hacer un ser humano: adentrarse en lo desconocido sin la protección de ningún tipo de fórmula o receta. Ahora bien, prescindir del mundo de los seres humanos, tal como hicieron los profetas y los místicos, no significa prescindir de su compañía, sino de sus fórmulas. Y entonces, eso sí, aun cuando estés rodeado de personas, estarás verdadera y absolutamente solo. ¡Pero qué imponente soledad! La soledad del Silencio. Un Silencio que será lo único que veas. Y en el momento en que veas, renunciarás a todo tipo de libros, guías y gurús.

Pero ¿qué es exactamente lo que verás? Todo, absolutamente todo: una hoja que cae del árbol, el comportamiento de un amigo, la superficie rizada de un lago, un montón de piedras, un edificio en ruinas, una calle atestada de gente, un cielo estrellado..., todo. Una vez que hayas visto, puede que alguien intente ayudarte a expresar tu visión con palabras, pero tú negarás con la cabeza y dirás: "No, no es eso, eso es simplemente una fórmula más..." Puede también que algún otro intente explicarte el significado de lo que has visto, y tú volverás a negar con la cabeza, porque el significado es una fórmula, algo que puede verterse en conceptos y tener sentido para la mente pensante, mientras que lo que tú has visto está más allá de toda fórmula, de todo significado. Y entonces se producirá en ti un extraño cambio, difícilmente perceptible al principio, pero radicalmente transformador. Y es que, una vez que hayas visto, ya no volverás a ser el mismo, sino que sentirás la estimulante libertad y la extraordinaria confianza que produce el hecho de saber que toda fórmula, por muy sagrada que sea, es inútil; y nunca más volverás a llamar a nadie "maestro".

En adelante, y a medida que observes y comprendas de nuevo cada día todo el proceso y el movimiento de la vida, ya no dejarás de aprender, y todas las cosas sin excepción serán tus "maestros". Desecha, pues, tus libros y tus fórmulas, atrévete a prescindir de tu maestro, sea quien sea, y mira las cosas por ti mismo. Atrévete a fijarte, sin temor ni fórmula alguna, en todo cuanto te rodea. y no tardarás en ver.

Sincero e inocente como un niño

Os aseguro que si no cambiáis y os hacéis como los niños de entraréis en el Reino de los cielos.

Mt 18.3

Cuando mira uno los ojos de un niño, lo primero que llama la atención es su inocencia: su deliciosa incapacidad para mentir, para refugiarse tras una máscara o para aparentar ser lo que no es. En este sentido, el niño es exactamente igual que el resto de la naturaleza. Un perro es un perro; una rosa, una rosa; una estrella, una estrella. Todas las cosas son, simple y llanamente, lo que son. Solo el ser humano adulto es capaz de ser una cosa y fingir ser otra diferente. Cuando una persona mayor castiga a un niño por decir la verdad, por revelar lo que piensa y siente, el niño aprende a disimular y comienza a perder su inocencia. Y no tardará en engrosar las filas de las innumerables personas que reconocen perplejas no saber quiénes son, porque, habiendo ocultado durante tanto tiempo a los demás la verdad sobre sí mismas, acaban ocultándosela a sí mismas. ¿Cuánto de la inocencia de tu infancia conservas todavía? ¿Existe alguien hoy en cuya presencia puedas ser simple y totalmente tu mismo, tan indefensamente sincero e inocente como un niño?

Pero hay otra manera más sutil de perder la inocencia de la infancia: cuando el niño se contagia del deseo de ser alguien. Contempla la multitud increíble de personas que se afanan con toda su alma, no por llegar a ser lo que la naturaleza quiere que sean -músicos, cocineros, mecánicos, carpinteros, jardineros, inventores sino por llegar a ser "alguien"; por llegar a ser personas felices, famosas, poderosas...; por llegar a ser algo que les suponga, no mera y pacífica autorrealización, sino glorificación y agigantamiento de su propia imagen. Nos hallamos, en este caso, ante personas que han perdido su inocencia porque han escogido no ser ellas mismas, sino destacar y darse importancia, aunque no sea más que a sus propios ojos. Fíjate en tu vida diaria. ¿Hay en ella un solo pensamiento, palabra o acción que no estén corrompidos por el deseo de ser alguien, aun cuando solo pretendas ser un santo desconocido para todos, menos para ti mismo?

El niño, como el animal inocente, deja en manos de su propia naturaleza el ser simple y llanamente lo que es. Y, al igual que el niño, también aquellos adultos que han preservado su inocencia se abandonan al impulso de la naturaleza o al destino, sin pensar siquiera en "ser alguien" o en impresionar a los demás; pero, a diferencia del niño, se fían, no del instinto, sino de la continua conciencia de todo cuanto sucede en ellos y en su entorno; una conciencia que les protege del mal y produce el crecimiento deseado para ellos por la naturaleza, no el ideado por sus respectivos y ambiciosos egos.

Existe además otro modo de corromper la inocencia de la infancia por parte de los adultos, y consiste en enseñar al niño a imitar a alguien. En el momento en que hagas del niño una copia exacta de alguien, en ese mismo momento extingues la chispa de originalidad con que el niño ha venido al mundo. En el momento en que optas por ser como otra persona, por muy grande o santa que sea, en ese mismo momento prostituyes tu propio ser. No deja de ser triste pensar en la chispa divina de singularidad que hay en tu interior y que ha quedado sepultada por capas y más capas de miedo. Miedo a ser ridiculizado o rechazado si en algún momento te atreves a ser tú mismo y te niegas a adaptar mecánicamente a la de los demás tu forma de vestir, de obrar, de pensar... Y observa cómo es precisamente eso lo que haces: adaptarte, no solo por lo que se refiere a tus acciones y pensamientos, sino incluso en lo que respecta a tus reacciones, emociones, actitudes, valores... De hecho, no te atreves a evadirte de esa "prostitución" y recuperar tu inocencia original. Ése es el precio que tienes que pagar para conseguir el pasaporte de la aceptación por parte de tu sociedad o de la organización en la que te mueves. Y así es como entras irremediablemente en el mundo de la insinceridad y del control y te ves exiliado del Reino, propio de la inocencia de la infancia.

Y una última y sutilísima forma de destruir tu inocencia consiste en competir y compararte con los demás, con lo cual canjeas tu ingenua sencillez por la ambición de ser tan bueno o incluso mejor que otra persona determinada. Fíjate bien: la razón por la que el niño es capaz de preservar su inocencia y vivir, como el resto de la creación, en la felicidad del Reino, es porque no ha sido absorbido por lo que llamamos el "mundo", esa región de oscuridad habitada por adultos que emplean sus vidas, no en vivir, sino en buscar el aplauso y la admiración: no en ser pacíficamente ellos mismos, sino en compararse y competir neuróticamente, afanándose por conseguir algo tan vacío como el éxito y la fama, aun cuando esto solo pueda obtenerse a costa de derrotar, humillar y destruir al prójimo. Si te permitieras sentir realmente el dolor de este verdadero infierno en la tierra, tal vez te sublevarías interiormente y experimentarías una repugnancia tan intensa que haría que se rompieran las cadenas de dependencia y de engaño que se han formado en torno a tu alma, y podrías escapar al reino de la inocencia, donde habitan los místicos y los niños.

¿Qué es el amor?

Éste es mi mandamiento: que os améis unos a otros como yo os he amado.

Jn 15.12

Fíjate en la rosa: ¿puede acaso decir la rosa: "Voy a ofrecer mi fragancia a las buenas personas y negársela a las malas"? ¿O puedes tú imaginar una lámpara que niegue sus rayos a un individuo perverso que trate de caminar a su luz? Sólo podría hacerlo si dejara de ser una lámpara. Observa cuán necesaria e indiscriminadamente ofrece el árbol su sombra a todos, buenos y malos, jóvenes y viejos, altos y bajos, hombres y animales y cualesquiera seres vivientes... incluso a quien pretende cortarlo y echarlo abajo. Ésta es, pues, la primera cualidad del amor: su carácter indiscriminado. Por eso se nos exhorta a que seamos como Dios, "que hace brillar su sol sobre buenos y malos y llover sobre justos e injustos; sed, pues, buenos como vuestro Padre celestial es bueno". Contempla con asombro la bondad absoluta de la rosa, de la lámpara, del árbol.... porque en ellos tienes una imagen de lo que sucede con el amor.

¿Cómo se obtiene esta cualidad del amor? Todo cuanto hagas únicamente servirá para que tu amor sea forzado, artificial y, consiguientemente, falso, porque el amor no puede ser violentado ni impuesto. No hay nada que puedas hacer. Pero sí hay algo que puedes dejar de hacer. Observa el maravilloso cambio que se produce en ti cuando dejas de ver a los demás como buenos y malos, como justos y pecadores. y empiezas a verlos como inconscientes e ignorantes. Debes renunciar a tu falsa creencia de que las personas pueden pecar conscientemente. Nadie puede pecar "a conciencia". En contra de lo que erróneamente pensamos, el pecado no es fruto de la malicia, sino de la ignorancia. "Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen..." Comprender esto significa adquirir esa cualidad no discriminatoria que tanto admiramos en la rosa, en la lámpara, en el árbol...

La segunda cualidad del amor es su gratuidad. Al igual que el árbol, la rosa o la lámpara, el amor da sin pedir nada a cambio. ¡Cómo despreciamos al hombre que se casa con una mujer, no por las cualidades que ésta pueda tener, sino por el dinero que aporta como dote...! De semejante hombre decimos, con toda razón, que no ama a la mujer, sino el beneficio económico que ésta le procura. Pero ¿acaso tu amor se diferencia algo del de ese hombre cuando buscas la compañía de quienes te resultan emocionalmente gratificantes y evitas la de quienes no lo son; o cuando te sientes positivamente inclinado hacia quienes te dan lo que deseas y responden a tus expectativas, mientras abrigas sentimientos negativos o mera indiferencia hacia quienes no son así? De nuevo, solo necesitas hacer una cosa para adquirir esa cualidad de la gratuidad que caracteriza al amor: abrir tus ojos y mirar. El mero hecho de mirar y descubrir tu presunto amor tal como realmente es, como un camuflaje de tu egoísmo y tu codicia, es esencial para llegar a adquirir esta segunda cualidad del amor.

La tercera cualidad del amor es su falta absoluta de auto-conciencia, su espontaneidad. El amor disfruta de tal modo amando que no tiene la menor conciencia de sí mismo. Es lo mismo que ocurre con la lámpara. que brilla sin pensar si beneficia o no a alguien; o con la rosa, que difunde su fragancia simplemente porque no puede hacer otra cosa, independientemente de que haya o deje de haber alguien que disfrute de ella; o con el árbol que ofrece su sombra... La luz, la fragancia y la sombra no se producen porque haya alguien cerca, ni desaparecen cuando no hay nadie, sino que, al igual que el amor, existen con independencia de las personas. El amor, simplemente, es, sin necesidad de un objeto. Y esas cosas (la luz, la sombra, la fragancia). simplemente, son, independientemente de que alguien se beneficie o no de ellas. Por tanto, no tienen conciencia de poseer mérito alguno o de hacer bien. Su mano izquierda no tiene conocimiento de lo que hace su mano derecha. "Señor, ¿cuándo te vimos hambriento o sediento y te ayudarnos?".

Y la cuarta y última cualidad del amores su libertad. En el momento en que entran en juego la coacción, el control o el conflicto, en ese mismo momento muere el amor. Fíjate cómo la rosa, el árbol y la lámpara te dejan completamente libre. El árbol no va a hacer el menor esfuerzo por arrastrarte hacia su sombra cuando corras el riesgo de sufrir una insolación; y la lámpara no va a ensanchar su haz de luz para que no tropieces en la oscuridad. En cambio, piensa por un momento en toda la coacción y el control por parte de los demás a que tú mismo te sometes cuando, para comprar su amor y su aprobación o, simplemente, por no perderlos, tratas tan desesperadamente de responder a sus expectativas. Cada vez que te sometes a dicho control y a dicha coacción, destruyes tu natural capacidad de amar, porque no puedes dejar de hacer con otros lo que permites que otros hagan contigo. Observa y comprende, pues, todo el control y la coacción que hay en tu vida, y verás cómo se reducen y empieza a brotar la libertad. En definitiva, "libertad" no es más que otra palabra para referirse al amor.

El Reino de Dios es amor

Nadie que pone la mano en el arado y mira hacia atrás es apto para el Reino de Dios

Lc 9.62

Pero ¿qué significa amar? Significa ser sensible a la vida, a las cosas y a las personas; tener sentimientos hacia todo y hacia todos, sin excluir nada ni a nadie. Porque a la exclusión solo se llega a base de endurecerse, a base de cerrar las propias puertas. Y el endurecimiento mata la sensibilidad. No te resultará difícil encontrar ejemplos de esta clase de sensibilidad en tu propia vida. ¿No te has detenido nunca a retirar una piedra o un clavo de la carretera para evitar que alguien pueda sufrir daño? Lo de menos es que tú no llegues nunca a conocer a la persona que va a beneficiarse de ello, o que no se recompense ni se reconozca tu gesto. Lo haces por puro sentimiento de benevolencia y bondad. ¿No te has sentido alguna vez afligido ante la absurda destrucción, en cualquier parte del mundo, de un bosque que nunca ibas a ver ni del que te ibas a beneficiar jamás? ¿No te has tomado nunca más molestias de las normales por ayudar a un extraño a encontrar la dirección que buscaba, aunque no conocieras ni fueras nunca a volver a ver a esa persona, simplemente por haber experimentado un sentimiento de bondad? En esos y en otros muchos momentos, el amor ha aflorado a la superficie en tu vida, haciendo ver que se hallaba en tu interior esperando ser liberado.

¿Cómo puedes llegar a poseer esta clase de amor? No puedes, porque ya está dentro de ti. Todo lo que tienes que hacer es quitar los obstáculos que tú mismo pones a la sensibilidad, y ésta saldrá a la superficie.

Esos obstáculos a la sensibilidad son dos: la opinión y el apego. Hablemos primero de la opinión. En cuanto tienes una opinión, ya has llegado a una conclusión acerca de una persona, una situación o una cosa. Te has quedado fijo en un punto y has renunciado a tu sensibilidad. Te has predispuesto, y ya solo verás a esa persona o cosa desde tu predisposición o prejuicio. En otras palabras, vas a dejar de verla para siempre. ¿Y cómo puedes ser sensible a alguien a quien ni siquiera ves? Piensa en una persona a la que conozcas y haz una lista de las numerosas conclusiones, positivas o negativas, a las que hayas llegado y sobre la base de las cuales te relacionas con ella. En el momento en que digas: "Fulano es inteligente", o "cruel", o "desconfiado", o "cariñoso", o lo que sea, en ese mismo momento ya has endurecido tu percepción, te has formado un pre-juicio y has dejado de ver a esa persona en su constante devenir; es algo análogo al caso del piloto que se pusiera a volar hoy con el informe meteorológico de la semana pasada. Examina con mucho cuidado dichas opiniones, porque el simple hecho de comprender que se trata de opiniones, conclusiones o prejuicios, no reflejos de la realidad, hará que desaparezcan.

En cuanto al apego, ¿cómo se forma? Ante todo, proviene del contacto con algo que te ocasiona placer o satisfacción: un auto, un moderno aparato anunciado de manera atrayente, una frase de elogio, la compañía de una persona... Viene luego el deseo de aferrarte a ello, de repetir la gratificante sensación que esa cosa o persona te ha ocasionado. Por último, llegas a convencerte de que no serás feliz sin esa cosa o persona, porque has identificado el placer que te proporciona con la felicidad. Y ya tienes un apego con todas las de la ley; un apego que, inevitablemente, te hace excluir otras cosas y ser insensible a todo cuanto no forme parte de él. Consiguientemente, cada vez que tengas que dejar el objeto de tu apego, dejarás con él tu corazón, que ya no podrás poner en ninguna otra cosa. La sinfonía de la vida prosigue, pero tú no dejas de mirar atrás, de aferrarte a unos cuantos compases de la sinfonía, de cerrar tus oídos al resto de la música, produciendo con ello una desarmonía y un conflicto entre lo que la vida te ofrece y aquello a lo que tú te aferras. Y vienen a continuación la tensión y la ansiedad, que constituyen la muerte misma del amor y de la gozosa libertad que el amor conlleva. Y es que el amor y la libertad solo se encuentran cuando se sabe disfrutar de cada nota en el momento en que ésta se produce, pero sin tratar de apresarla, a fin de mantenerse plenamente receptivo a las notas siguientes.

¿Cómo liberarse de un apego? Muchos suelen intentarlo por medio de la renuncia. Pero renunciar a unos cuantos compases de la sinfonía, hacerlos desaparecer de la conciencia, origina precisamente la misma clase de violencia, conflicto e insensibilidad que el aferrarse a ellos. Lo único que se consigue, una vez más, es endurecerse. El secreto reside en no renunciar a nada ni aferrarse a nada, en disfrutar de todo y permitir que todo pase. Y esto ¿cómo se hace? A base de muchas horas de observar el carácter corrompido y viciado del apego. Por lo general, lo que haces es centrarte en la emoción, en la ráfaga de placer que el objeto de tu apego te produce. ¿Por qué no intentas ver la ansiedad, el sufrimiento y la falta de libertad que también te ocasiona, a la vez que la alegría, la paz y la libertad que experimentas cuando desaparece? Entonces dejarás de mirar atrás y podrás sentir el hechizo de la música en el instante presente.

Finalmente, echa un vistazo a la sociedad en la que vivimos, podrida de apegos hasta la médula. Porque, si uno está apegado al poder, al dinero, a la propiedad, a la fama y al éxito; si uno busca todas estas cosas como si su felicidad dependiera de ellas, será considerado como un miembro dinámico, trabajador y productivo de la sociedad. En otras palabras, si uno persigue esas cosas con una arrolladora ambición capaz de destruir la sinfonía de su vida y convertirle en un ser duro, frío e insensible para con los demás y para consigo mismo, entonces la sociedad le considerará un ciudadano "como es debido", y sus parientes y amigos se sentirán orgullosos del "status" que ha alcanzado. ¿.A cuántas personas conoces, de las que llaman "respetables", que hayan conservado esa tierna sensibilidad del amor que solo la falta de apegos puede proporcionar? Si piensas en ello detenidamente, experimentarás una repugnancia tan profunda que instintivamente arrojarás de ti todo apego, como harías con una serpiente que te hubiera caído encima. Te rebelarás y tratarás de liberarte de esta pútrida cultura, basada en la codicia y el apego, en el ansia v la avaricia y en la dureza e insensibilidad del desamor.

El arte de mirar

Pero yo os digo: Amad a vuestros enemigos, haced bien a los que os odien.

Lc 6,27

Cuando estás enamorado, te sorprendes a ti mismo mirando a todo el mundo con ojos distintos; te vuelves generoso, compasivo, bondadoso, donde antes tal vez eras duro y mezquino. E, inevitablemente, los demás comienzan a reaccionar para contigo de la misma manera, y no tardas en comprobar que vives en un mundo de ternura que tú mismo has creado. En cambio, cuando lo que predomina en ti es el mal humor y te irritas fácilmente y te muestras ruin, suspicaz y hasta paranoide, enseguida compruebas que todo el mundo reacciona ante ti de manera negativa, y te encuentras viviendo en un mundo hostil, creado por tu mente y tus emociones.

¿Cómo podrías intentar crear un mundo feliz, amable y pacífico? Aprendiendo el sencillo y hermoso, aunque arduo, "arte de mirar". Se trata de hacer lo siguiente: cada vez que te encuentres irritado o enojado con alguien, a quien tienes que mirar es a ti, no a esa persona. Lo que tienes que preguntarte no es: "¿Qué le pasa a ese individuo?", sino: "¿Qué pasa conmigo, que estoy tan irritado?". Intenta hacerlo ahora mismo. Piensa en alguna persona cuya sola presencia te saque de quicio y formúlate a ti mismo esta dolorosa pero liberadora frase: "La causa de mi irritación no está en esa persona, sino en mí mismo". Una vez dicho esto, trata de descubrir por qué y cómo se origina esa irritación. En primer lugar, considera la posibilidad, muy real, de que la razón por la que te molestan los defectos de esa persona, o lo que tú supones que lo son, es porque tú mismo tienes esos defectos; lo que ocurre es que los has reprimido, y por eso los proyectas inconscientemente en el otro. Esto sucede casi siempre. aunque casi nadie lo reconoce. Trata, pues de descubrir los defectos de esa persona en tu propio interior, en tu mente inconsciente, y tu irritación se convertirá en agradecimiento hacia dicha persona que con su conducta te ha ayudado a desenmascararte.

Otra cosa digna de considerar es la siguiente: ¿No será que lo que te molesta de esa persona es que sus palabras o su comportamiento ponen de relieve algo de tu vida y de ti mismo que tú te niegas a ver? Fíjate cómo nos molestan el místico y el profeta que parecen alejarse mucho de lo místico o de lo profético cuando nos sentimos cuestionados por sus palabras o por su vida.

Una tercera cosa también está muy clara: tú te irritas contra esa persona porque no responde a las expectativas que has sido "programado" para abrigar respecto a ella. Tal vez tengas derecho a exigir que esa persona responda a tu "programación" siendo, por ejemplo, cruel o injusta. en cuyo caso no es preciso que sigas considerando esto. Pero, si tratas de cambiar a esa persona o de poner fin a su comportamiento, ¿no serías mucho más eficaz si no estuvieras irritado? La irritación solo conseguirá embotar tu percepción y hacer que tu acción sea menos eficaz. Todo el mundo sabe que, cuando un deportista pierde los nervios, la calidad de su juego decrece, porque la pasión y el acaloramiento le hacen perder coordinación. En la mayoría de los casos, sin embargo, no tienes derecho a exigir que la otra persona responda a tus expectativas; otras personas en tu lugar, ante dicho comportamiento, no experimentarían irritación alguna. No tienes más que pensar detenidamente en esta verdad, y tu irritación se diluirá. ¿No es absurdo por tu parte exigir que alguien viva con arreglo a los criterios y normas que tus padres te han inoculado?

Finalmente, he aquí otra verdad que deberías considerar: teniendo en cuenta la educación, la experiencia y los antecedentes de esa persona. seguramente no puede dejar de comportarse como lo hace. Alguien ha dicho, con mucho acierto, que comprender todo es perdonar todo. Si tú comprendes realmente a esa persona, la considerarás como una persona deficiente, pero no censurable, y tu irritación cesará al instante. Y enseguida comprobarás que comienzas a tratar a esa persona con amor y que ella te responde del mismo modo, y te encontrarás viviendo en un mundo de amor que tú mismo has creado.