La iluminación espiritual

Un regresar a la infancia

POR: MAURICIO AMAYA

Imagen; Un regresar a la infancia; Mauricio Amaya

El Moneco

Sucedió un día reciente...

Moneco, discapacitado por, no sé, fortunios o infortunios de la vida, buscaba mi compañía para disfrutar, dicen, de las pequeñas cosas que la vida le otorga. Siempre me busca para lo mismo: damos una vuelta a algo que, en principio, podría denominarse como elemental. Quizás, una vuelta a la manzana. Otro día, a hacer algún mandado: una gaseosa, un pastel, para la reunión de los otros invitados que racionalmente, disfrutan de esa tarde o noche, para pasar y recordar las cosas del día anterior.

Ese día disfrutábamos de una diferencia de los ya vividos. Era en una finca que contaba con innumerables motivos de disfrute: sembrados, huertas, aire limpio…. En fin, era un día de campo o en el campo porque, miraba con no cierta sorpresa (a pesar de ya conocido), que los racionales se ocultaban en la casa, tan limitada de muros y restricciones y en medio de los mismos cuentos, de siempre.

No critico. Digamos que cada uno se divierte como mejor se sienta. Y, todos, disfrutaban del sentir de estar en un sitio que, a pesar de los muros, era de sensaciones diferentes por estar, y en mucho, sentirse en el campo. Diferimos con ellos, pero eso no es importante. A Moneco poco le importa y yo me uno a él pensando en que, por rutinaria que pueda ser la oportunidad, era la ocasión para andar con Moneco.

Alguna pendiente inicial no podía ser impedimento para continuar. Pronto coronamos la sima que, quizás solo, era un par de pasos. Pero con Moneco, era una aventura. Paso a paso, creímos que cada tramo era un espacio inmenso superado.

Ya en plano, ante la no respuesta de mis intentos de mostrarle algunas flores y frutos, tomé cierta distancia, sabiendo que, adelante, con funciones de vigilancia, había amarrada una perra que las referencias me decían como furiosa. Y, la verdad, bastante temor me inspiraba. Hay que hacer caso a las recomendaciones y, en ocasiones anteriores, buscando ser amigable con ella….. no, no había nada que la prudencia y el consejo no me hiciera retirarme.

Amarrada a una cuerda, ladraba y ladraba de una forma que no reconocía de anteriores experiencias. Me llamó la atención porque su forma de expresarse era diferente. La miré con atención y noté algunas cosas especiales: no me ladraba a mí, sino a Moneco. Batía la cola y, me pareció, reía. ¿Reía?. No me crea tan pendejo. Esa perra muerde. Está domesticada para agredir. Pero,… ¿reía?. ¿A Moneco?. ¿Qué pasa?.

Moneco, a la distancia que le había tomado, miraba con interés lo que pasaba. Moneco también, a pesar de que la mayoría de sus juguetes de 30 abriles eran perros, estaba realmente asustado. Pero batía la cola. La cola de los perros, cuando se baten con ese entusiasmo, significan risa, alegría. Conozco los perros o me precio de ello. En mi parecer, la situación merecía un riesgo.

Y Moneco, miraba entre expectante y asustado. Le gustaban sus perros de juguete. Pero ellos no ladraban ni eran tan grandes. Un mundo nuevo en que, él y yo, debíamos ser prudentes, si es que la prudencia existe en los infantes. Dos niños ante una aventura PELIGROSA!!!!.

Me acerqué lentamente. A mi hija, a la que había enseñado que no debía temer a los perros, la había mordido uno que significó cirugía plástica que casi le destruye el rostro con cicatrices que hoy, 20 años después, aún subsisten. Dejé que oliera mi mano. Pero la perra me evadía. Buscaba la forma de mirar a Moneco. Y ladraba y ladraba.

Ya me acerqué a una distancia en que una agresión era imposible de evitar. Subió las patas delanteras en mis hombros y quedó de frente a menos de 20 centímetros de mi cara. Miré su cola que seguía batiendo con entusiasmo. Seguía, por encima de mi hombro, latiendo a Moneco. Perdí el miedo y Moneco también.

Había que ver esa perra jugando con nosotros. Moneco terminó en el suelo tumbado por la fuerza del canino y riendo, todos, como ella. Ay, Dios. Qué locura incontrolable. ¿Se imaginan una mordida al niño que era mi responsabilidad?. La verdad, no me acordé de ello y… disfrutamos.

Era hora de continuar. El camino nos llevaba más allá de donde yo conocía. Un plantío de papa, unas matas de yuca que le enseñé y él aprendió, un cultivo de fresas insipientes. Un portillo de un potrero en que, en la distancia, tres caballos... Entramos e iniciamos un juego de escondernos del enemigo. Cualquier matorral era un escondrijo suficiente y, cada vez más cerca de ellos.

Moneco reía, tanto como yo, como la perra que dejamos con tristeza. Una mata, muy pequeña, no había alternativa. Al suelo, tras de ella, pretendiendo que los caballos no notaran nuestra presencia. Risas, muchas risas, hasta que... Esas cosas de la tecnología. Mi celular sonó... era mi hermano de ciudad lejana. Ah, qué rico, mi hermanito adorado... quedé de espaldas a los caballos y atendí el requerimiento.

Hablaba con entusiasmo por el teléfono y algo me llamó la atención: Moneco gesticulaba y hacía signos de temor. Parecía, señalaba a mis espaldas. Me volteé y ahí estaban los caballos, a menos de 10 metros, casi que a galope, se nos venían encima. Mi teléfono salió volando para poder esperar. El héroe nació en mi, pensando en que debía defender a mi amigo de tan imponentes animales. Hicieron círculo a nuestro alrededor y se quedaron quietos. Solo 2 metros de distancia que invitaban a cambiar de actitud.

Extasiados, no quedaba alternativa. Al más inmediato me acerqué... extendí la mano y no se retiró. Toqué sus crines, pasé a su cara, sus ojos, su geta. Recibía mis caricias sin intimidación. Pero había algo... lo mismo... miraban a Moneco, con insistencia. Tan raro. Yo no era el motivo pero no me rechazaban. Parecía, entendían, yo era el medio para acercarse a Moneco... ¿Cómo carajos pasaba esto?.

Regresamos por el sendero de fresas, yucas, papas, perra y cima en bajada ahora. Me integré al mundo de los adultos y Moneco... No sé qué de Moneco. Como las fresas, las yucas, las papas, la perra y una bajada sencilla, quedaron en el karma de las personas inocentes que solo ellos, son capaces de vivir.


RELACIONADOS

«Un regresar a la infancia»