La iluminación espiritual

El delirio del hombre ser el mismo creador y Dios

PRETENSIONES DEL HOMBRE

Muchos hombres, precisamente nuestros científicos, creen que a ellos no se les ha puesto ninguna frontera. Muchos hombres se siente elevados por encima de dios, y son del parecer de que todo es factible y realizable. Aquí pienso en el pecador original reciente: la manipulación de la herencia genética.

La genialidad del yo humano quiere incluso crear un nuevo hombre y también una nueva naturaleza. Esto significa al fin y al cabo: un nuevo mundo, porque el antiguo ya no está más en condiciones de existir. La toma de influencia en los genes es el medio elegido para conseguirlo, así que muchos aspiran- ante todo los gobernantes y científicos- a crear un nuevo orden según el principio demoníaco: separa, ata y domina; esclaviza a los hombres y somete a la Tierra de una forma cruel.

En este mundo altamente tecnificado muchos creen ser los más grandes. La falta de escrúpulos no conoce ninguna frontera más; cada uno ansía y codicia, y el que se impone agarra el poder y domina sobre pueblos enteros. Y quien se sienta al timón, convierte al pueblo en esclavos tributarios y trabajadores que aún pagan todavía las demencias más enajenadas, por ejemplo la técnica genética. De esta manera, pueblos enteros se dejan manipular, es decir, esclavizar, cada vez más.

El hombre ha destruido la vida de los hombres y de la Tierra, pues todos y todo están enfermos a consecuencia de los efectos del yo humano, del querer posee, ser y tener.

Mediante la aplicación de la ingeniería genética el hombre cree poder ser ahora mismo creador y dios, dejando las riendas de su vida a los hambrientos de poder. Él se deja así determinar por los manipuladores. A los ávidos de poder de este mundo, a los manipuladores, les es posible, por tanto, manejar a los pueblos, porque cada hombre quiere al fin y al cabo ir adelante con su yo humano y conseguir tanto como le sea posible para lo personal. Puesto que cada uno desea salvar su patrimonio o aumentar su posesión, puede manipular y, por ejemplo, animar a la guerra.

Cada guerra trae destrucción, saqueos, matanzas, muerte, explotación, esclavitud y mucho más.

Debido a que cada uno solo desea mandar con su yo y crear ganancias de él, introduce también cada uno sus causas, su yo inferior, en el sistema de computación causal (*) Esto significa que el material genético del hombre se vuelve cada vez peor, pues las causas repercuten en el cuerpo. Esto lo ha reconocido también el demonio y quiere crear ahora un nuevo material genético que corresponda a sus conceptos. En estos genes nuevamente formados habrá también un componente de formación que haga al hombre dócil y un esclavo pacífico que ejecute lo que desea el hambriento de poder, al fin y al cabo, el demonio.

El espíritu de los falsos dioses, el hombre egocéntrico, quiere entonces un nuevo Cielo, una nueva Tierra y hombres pacíficos, pero en realidad, aquellos que hacen lo que el demonio quiere. Con ello intenta despolarizar la declaración del Eterno: Un nuevo Cielo y una nueva Tierra. El demonio dice: Mediante la manipulación genética creo una nueva Tierra y un nuevo Cielo, pues así como piensen y se comporten los esclavos manipulados podría surgir un nuevo computador causal (*), es decir, un nuevo Cielo, un cielo de los demonios.

(*) Computador causal: registro de las causas creadas por el ser humano- individual y colectivamente- mediante sus emisiones de pensamientos, sentimientos, palabras y actos, referidos tanto en la encarnación presente como en otras anteriores; un registro que abarca tanto el mundo material como los planos de purificación. La ley del universo es emitir y recibir, y se recibe aquello que previamente se emitió, a favor o en contra de las leyes de Dios. Esto es lo que registra el computador causal.

LOS CÁTAROS: QUIÉNES ERAN Y POR QUÉ FUERON
EXTERMINADOS POR LA IGLESIA

Una institución con poder, privilegiada por encima de la demás, cerrada, dogmática y violenta, nunca consiente que surjan personas o grupos que desenmascaren sus miserias y pongan en cuestión los dogmas y privilegios en que basan el edificio de su poder. Este es el caso de la Iglesia y esta la historia de los cátaros tomada de nuevo del libro La campaña de guerra de la serpiente y la Obra de la paloma, de Christian Sailer, abogado alemán cristiano originario.

Surgieron de forma repentina en el siglo XII- como brotados del suelo, o mejor dicho, como caídos del cielo- en Flandes, Alemania, en el norte de Italia, y sobre todo en el sur de Francia. Pronto llamaron la atención de forma molesta debido a su rigurosa ética: se habían comprometido a no mentir, a no matar a nadie, a no comer carne y a vivir en continencia, de forma, por tanto, muy similar a los maniqueos. La vida terrenal, el mundo de materia gruesa, era, también para ellos, una derivación del hecho de la Caída en el mundo espiritual. El alma humana inmortal se encuentra en el cautiverio del cuerpo hasta que se ennoblece en el transcurso de varias encarnaciones. Tenían poca estima por el poder y la propiedad. Para ellos, el mundo era una creación del maligno y traía consigo violencia, muerte y sufrimiento. El Cristo de Dios es el que trae la Redención de las miserias de la materia. Era como si 600 años después de su erradicación, los maniqueos hubiesen resucitado en la figura de los cátaros.

No es posible documentar conexiones de ningún tipo en el plano de la historia visible. La corriente cristiano-originaria parece fluir en el subsuelo, o mejor dicho, en la crónica atmosférica de la Tierra, y haber resurgido de nuevo con los cátaros. Y esto ocurre precisamente en un momento en el que el cristianismo de la Iglesia pasaba por un nuevo bache: se revolcaba en un fango de violencia y corrupción en forma de sangrientas cruzadas, compra de puestos (simonía) y un clero que había perdido la moralidad de las costumbres. Los cátaros se enfrentaron a todo ello sin temor, aun a sabiendas de lo que les esperaba.

El primer escarmiento

En Colonia se hizo en el año 1143 el primer escarmiento. Después de que el grupo de cátaros que se formó en aquella ciudad no se retractó, dos miembros del núcleo interno (el de los elegidos) fueron apresados por el pueblo, que había sido agitado por el clero, y quemados vivos. El preboste del lugar estaba visiblemente desconcertado por la alegría con la que se encaminaban hacia la muerte aquellos herejes, y, preocupado, informó de ello al tristemente célebre perseguidor de herejes Bernardo de Clairveaux. Este debió reaccionar como un perseguidor de sectas actual. Precisamente porque los quemados afirmaban ser cristianos y vivir de forma casta, pobre, y en el seguimiento del Nazareno y de los apóstoles, iban a desenmascarar todas las tretas del demonio, habiendo así que perseguirles aún más enseñadamente.(1) Sin embargo, Bernardo sabía que con ello les estaba calumniando flagrantemente, porque en otra ocasión admitió que no había nada más cristiano que aquellos herejes, que en lo que se refería a su sustento, no se había podido encontrar en ellos nada reprochable, y que sus palabras concordaban con sus hechos. En lo concerniente a las costumbres de los herejes, que estos no engañaban ni ofendían a nadie, que sus mejillas empalidecían por el ayuno y que con el trabajo de sus manos se ganaban el sustento de su vida (2).

Volvieron las hogueras

Con todo, en Colonia volvieron a arder las hogueras en el año 1163, tal como lo relatan los cronistas: procedentes de Flandes, un grupo de cátaros llegó al valle del Rin, con la esperanza de poder misionar en secreto. Sin embargo, olvidaron que la asistencia a la misa dominical caracterizaba al verdadero cristiano, y así fueron prendidos cuatro hombres y una muchacha. Como ninguno de ellos quería retornar al seno de la madre Iglesia, fueron excomulgados y quemados ante las puertas de la ciudad. También la muchacha, cuya gracia y encanto mencionan los cronistas, prefiere tenazmente la muerte a las ofertas matrimoniales o a las propuestas de ingresar en un convento. (3)

No es de extrañar que tales cristianos resultasen atractivos en un tiempo de declive de la vida cristiana. En la segunda mitad del siglo doce, la enseñanza de los cátaros lleva a cabo una campaña victoriosa por las provincias románicas del sur de Francia. La nobleza, la burguesía, e incluso miembros del clero, ven en ellos a los anunciadores del verdadero evangelio.

Cátaros o Albigenses

Tomando el nombre del centro de los cátaros situado en la ciudad de Albi, en el sur de Francia, se llamaron también albigenses. Recorrieron el sur de Francia y el norte de Italia, que gozaban de un nivel de cultura y de civilización altamente desarrollados, para anunciar su enseñanza. De forma creciente se les considera como los adversarios más peligrosos del cristianismo de Iglesia y sus tradiciones: la adoración de la cruz con el Cristo muerto la consideraban una injuria al Cristo divino; la exclusión de las mujeres de la anunciación de la enseñanza la consideraban un atentado patriarcal contra la igualdad de todos los hijos de Dios. Consideraban equivocada la construcción de iglesias de piedra, dado que tampoco los apóstoles poseían un edificio suntuoso. Tampoco les convencía nada la transformación del pan en el cuerpo de Cristo con ayuda de alocuciones formales pronunciadas en el transcurso de la misa, ya que los apóstoles tampoco debieron practicar nada semejante.

El Consolamentum cátaro: una guía de vida

En vistas a la corrupción de la Iglesia, recordaban el Apocalipsis en el que se habla de la ramera Babilonia, y el papa era para ellos el anticristo. Los cátaros diferenciaban entre el grupo central de los elegidos, es decir, de los iniciados, y el gran grupo de los creyentes. La elección tenía lugar a través del Consolamentum, que iba unido a una promesa rigurosa: Prometo consagrarme al evangelio, no mentir ni jurar, no volver a tocar mujer, no matar a ningún animal y no comer carne ni huevos ni nada preparado con leche, alimentarme únicamente con alimentos vegetales y pescado, no comenzar ninguna empresa sin pronunciar una oración dirigida al Señor y no viajar ni pernoctar, sea donde sea, ni tomar ninguna comida sin mis confráteres. Y si caigo en manos de mis enemigos y se me separa de mis hermanos, renunciar a tomar alimentos al menos durante tres días; dormir solo vestido y finalmente no traicionar mi fe, no importa qué muerte me amenace.(4)

Los parfaits, los perfectos, que habían recibido el Consolamentum y lo vivían, personificaban una exigencia de perfección que para el mundo constituía una provocación. Walter Nigg escribe: en ellos vivía unas voluntad de perfección que en su consecuencia y unilateralidad hay que calificarla de genial. Los cátaros eran hombres exclusivamente del más allá, que querían atraer hacia sí al reino de los cielos por todos los medios y que apenas concedían una razón de ser a la vida terrenal. Realmente lo vendieron todo para ganar una perla valiosa. Es imposible estar más exclusivamente plenos de interés espiritual de lo que lo estuvieron los cátaros. La añoranza celestial que flameó en ellos tenía algo de avasallador.

La luz y la sombra frente a frente

Con los cátaros, el abismo entre la enseñanza de Jesús y el cristianismo realmente existente se puso de manifiesto en toda su profundidad. Todos los intentos de retractación que emprendió la Iglesia, fracasaron. Los clérigos lujosamente ataviados y bien alimentados sufrieron vergonzosas derrotas en las discusiones públicas con los sencillos cátaros. El pueblo empezó a burlarse de los prelados, pues sentía quién tomaba solamente en los labios la palabra de Dios y quién la practicaba en la vida diaria.

Los funcionarios eclesiásticos tocaron todos los registros, sobre todo Bernardo de Clairveaux. En 1145, después de un viaje de visita a Toulouse, que ya en aquel tiempo era una fortaleza de los cátaros, escribió una carta dirigida a los burgueses de aquella ciudad:Los lobos que acudieron a vuestro lado con piel de oveja, han sido ahuyentados. Ahuyentados han sido además los zorros que desertizaron la viña más preciosa del Señor: vuestra ciudad.¡ Ahuyentados, pero no prendidos! Por tanto, caros míos, perseguidlos, prendedlos y no vaciléis en hacer morir a todos ellos…No alberguéis en vuestra ciudad a ningún predicador forastero ni desconocido que no haya sido enviado por la santa sede o venga sin la autorización de vuestro obispo.(5)

También la estigmatización con etiquetas del lenguaje estaba ya altamente desarrollada en aquel tiempo. Así como hoy día es posible destruir socialmente una agrupación con la etiqueta de secta, esto era posible hacerlo en el siglo doce con la etiqueta de neomaniqueo.Este apelativo justificaba todas las medidas. Podían remitirse a Agustín para justificar el empleo del fuego y de la espada, y podían acogerse a los edictos imperiales, que, como expiación por el maniqueísmo, exigían la pena de muerte. Las hogueras ardieron, pero los cátaros permanecieron firmes.

El crimen

Roma estaba alarmada. Y entonces ocurrió: en el año 1209, el papa Inocencio III ordenó una cruzada contra estos herejes. Era la primera vez que Roma optaba por esta medida bélica contra cristianos. Comenzó la guerra de los albigenses, que duró veinte años, y en la que la Iglesia de Roma ocasionó baños de sangre sin precedentes. Desde el niñito inocente en la cuna hasta los ancianos indefensos, estos cruzados no se apiadaban de nadie. Sin hacer diferencias, todos fueron asesinados. Con los cautivos no se tenía la mínima consideración; simplemente se mataba a todos sin la menor piedad. En el ejército de los cruzados se propagó la blasfema consigna: ¡matadlos a todos, Dios ya salvará a los suyos!...Y el legado papal informó con regocijo a Roma: La ira de Dios se ha descargado contra la ciudad de forma maravillosa(6)

Murieron cientos de miles, provincias enteras quedaron desiertas. La Francia meridional quedó sumida en escombros y cenizas. Pero con la guerra aún no bastaba. En 1231, el papa Gregorio IX recurrió al arma más afilada: la Inquisición. Esta es peor que cualquier enfrentamiento bélico, pues la mera sospecha de herejía basta para ser condenado. La denuncia mutua se convierte en obligación cívica y conduce a la completa desmoralización de la sociedad.

El bastión externo más importante de los albigenses era el castillo del monte Montsegur. En la primavera de 1243 comienza el asedio por parte del ejército católico, que duró casi un año. Finalmente se rindieron 205 cátaros, que murieron en la hoguera.

Al final del siglo 13 ya no quedaban más albigenses en el sur de Francia. Desde entonces, también desaparecieron de la escena en todos los demás lugares.