La iluminación espiritual

Cuentos clásicos de la india

JBN LIE

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SÓLO SE NECESITA MIEDO

Había un rey de corazón puro y muy interesado por la búsqueda espiritual. A menudo se hacía visitar por yoguis y maestros místicos que pudieran proporcionarle prescripciones y métodos para su evolución interna. Le llegaron noticias de un asceta muy sospechoso y entonces decidió hacerlo llamar para ponerlo a prueba.

El asceta se presentó ante el monarca, y éste, sin demora, le dijo:

El asceta dijo:

Y el asceta repuso:

El Maestro dice:

Caminar hacia la Verdad es más difícil que hacerlo por el filo de la navaja, por eso solo algunos se comprometen con la Búsqueda.

¿AVISARÍAS A LOS PERSONAJES DE TU SUEÑO?

El discípulo se reunió con su mentor espiritual para indagar algunos aspectos de la Liberación y de aquellos que la alcanzan. Departieron durante horas.

Por último, el discípulo le preguntó al maestro:

El mentor tomó entre las suyas las manos del perplejo discípulo, y le explicó:

Sueñas que vas en un barco con otros muchos pasajeros. De repente, el barco encalla y comienza a hundirse. Angustiado, te despiertas. Y la pregunta que yo te hago es: ¿Acaso te duermes rápidamente de nuevo para avisar a los personajes de tu sueño?

El Maestro dice:

El ser liberado es como una flor que no deja de exhalar su aroma y, suceda lo que suceda, no se marchita.

EL EREMITA ASTUTO

Era un eremita de muy avanzada edad. Sus cabellos eran blancos como la espuma, y su rostro aparecía surcado con las profundas arrugas de más de un siglo de vida. Pero su mente continuaba siendo sagaz y despierta y su cuerpo flexible como un lirio. Sometiéndose a toda suerte de disciplinas y austeridades, había obtenido un asombroso dominio sobre sus facultades y desarrollado portentosos poderes psíquicos.

Pero, a pesar de ello, no había logrado debilitar su arrogante ego. La muerte no perdona a nadie, y cierto día, Yama, el Señor de la Muerte, envió a uno de sus emisarios para que atrapase al eremita y lo condujese a su reino. El ermitaño, con su desarrollado poder clarividente, intuyó las intenciones del emisario de la muerte y, experto en el arte de la ubicuidad, proyectó treinta y nueve formas idénticas a la suya. Cuando llegó el emisario de la muerte, contempló, estupefacto, cuarenta cuerpos iguales y, siéndole imposible detectar el cuerpo verdadero, no pudo apresar al astuto eremita y llevárselo consigo. Fracasado el emisario de la muerte, regresó junto a Yama y le expuso lo acontecido.

Yama, el poderoso Señor de la Muerte, se quedó pensativo durante unos instantes. Acercó sus labios al oído del emisario y le dio algunas instrucciones de gran precisión. Una sonrisa asomó en el rostro habitualmente circunspecto del emisario, que se puso seguidamente en marcha hacia donde habitaba el ermitaño. De nuevo, el eremita, con su tercer ojo altamente desarrollado y perceptivo, intuyó que se aproximaba el emisario. En unos instantes, reprodujo el truco al que ya había recurrido anteriormente y recreó treinta y nueve formas idénticas a la suya.

El emisario de la muerte se encontró con cuarenta formas iguales.

Siguiendo las instrucciones de Yama, exclamó:

Y tras un breve silencio, agregó:

Entonces el eremita, herido en su orgullo, se apresuró a preguntar:

El Maestro dice:

El ego abre el camino hacia la muerte y nos hace vivir de espaldas a la realidad del Ser. Sin ego, eres el que jamás has dejado de ser.

SÉ COMO UN MUERTO

Era un venerable maestro. En sus ojos había un reconfortante destello de paz permanente. Sólo tenía un discípulo, al que paulatinamente iba impartiendo la enseñanza mística. El cielo se había teñido de una hermosa tonalidad de naranja-oro, cuando el maestro se dirigió al discípulo y le ordenó:

Querido mío, mi muy querido, acércate al cementerio y, una vez allí, con toda la fuerza de tus pulmones, comienza a gritar toda clase de halagos a los muertos.

El discípulo caminó hasta un cementerio cercano. El silencio era sobrecogedor. Quebró la apacible atmósfera del lugar gritando toda clase de elogios a los muertos. Después regresó junto a su maestro.

¿Qué te respondieron los muertos? -preguntó el maestro.

En ese caso, mi muy querido amigo, vuelve al cementerio y lanza toda suerte de insultos a los muertos.

El discípulo regresó hasta el silente cementerio. A pleno pulmón, comenzó a soltar toda clase de improperios contra los muertos. Después de unos minutos, volvió junto al maestro, que le preguntó al instante:

¿Qué te han respondido los muertos?

Y el maestro concluyó:

Así debes ser tú: indiferente, como un muerto, a los halagos y a los insultos de los otros.

El Maestro dice:

Quien hoy te halaga, mañana te puede insultar y quien hoy te insulta, mañana te puede halagar. No seas como una hoja a merced del viento de los halagos e insultos. Permanece en ti mismo más allá de unos y de otros.

UNA BROMA DEL MAESTRO

Había en un pueblo de la India un hombre de gran santidad. A los aldeanos les parecía una persona notable a la vez que extravagante. La verdad es que ese hombre les llamaba la atención al mismo tiempo que los confundía. El caso es que le pidieron que les predicase. El hombre, que siempre estaba en disponibilidad para los demás, no dudó en aceptar. El día señalado para la prédica, no obstante, tuvo la intuición de que la actitud de los asistentes no era sincera y de que debían recibir una lección. Llegó el momento de la charla y todos los aldeanos se dispusieron a escuchar al hombre santo confiados en pasar un buen rato a su costa.

El maestro se presentó ante ellos. Tras una breve pausa de silencio, preguntó:

El hombre no dudó en acudir hasta ellos y les preguntó:

El santo miró a los asistentes en silencio y calma. Después, preguntó:

Y el hombre santo dijo:

El Maestro dice:

Sin acritud, pero con firmeza, el ser humano debe velar por sí mismo.

PUREZA DE CORAZÓN

Se trataba de dos ermitaños que vivían en un islote cada uno de ellos. El ermitaño joven se había hecho muy célebre y gozaba de gran reputación, en tanto que el anciano era un desconocido. Un día, el anciano tomó una barca y se desplazó hasta el islote del afamado ermitaño. Le rindió honores y le pidió instrucción espiritual. El joven le entregó un mantra y le facilitó las instrucciones necesarias para la repetición del mismo. Agradecido, el anciano volvió a tomar la barca para dirigirse a su islote, mientras su compañero de búsqueda se sentía muy orgulloso por haber sido reclamado espiritualmente. El anciano se sentía muy feliz con el mantra.

Era una persona sencilla y de corazón puro. Toda su vida no había hecho otra cosa que ser un hombre de buenos sentimientos y ahora, ya en su ancianidad, quería hacer alguna práctica metódica.

Estaba el joven ermitaño leyendo las escrituras, cuando, a las pocas horas de marcharse, el anciano regresó.

Estaba compungido, y dijo:

Lleno de orgullo, se dijo interiormente:

El Maestro dice:

No hay mayor logro que la pureza de corazón. ¿Qué no puede obtenerse con un corazón limpio?

LA NIÑA Y EL ACRÓBATA

Era una niña de ojos grandes como lunas, con la sonrisa suave del amanecer. Huérfana siempre desde que ella recordara, se había asociado a un acróbata con el que recorría, de aquí para allá, los pueblos hospitalarios de la India. Ambos se habían especializado en un número circense que consistía en que la niña trepaba por un largo palo que el hombre sostenía sobre sus hombros. La prueba no estaba ni mucho menos exenta de riesgos.

Por eso, el hombre le indicó a la niña:

Pero la niña, clavando sus ojos enormes y expresivos en los de su compañero, replicó:

El Maestro dice:

Permanece vigilante de ti y libra tus propias batallas en lugar de intervenir en las de otros. Atento de ti mismo, así avanzarás seguro por la vía hacia la Liberación definitiva.

SOY TÚ

Era un discípulo honesto. Moraba en su corazón el afán de perfeccionamiento. Un anochecer, cuando las chicharras quebraban el silencio de la tarde, acudió a la modesta casita de un yogui y llamó a la puerta.

No estás lo suficientemente maduro -replicó el yogui sin abrir la puerta-. Retírate un año a una cueva y medita. Medita sin descanso. Luego, regresa y te daré instrucción. Al principio, el discípulo se desanimó, pero era un verdadero buscador, de esos que no ceden en su empeño y rastrean la verdad aun a riesgo de su vida. Así que obedeció al yogui.

Buscó una cueva en la falda de la montaña y durante un año se sumió en meditación profunda. Aprendió a estar consigo mismo; se ejercitó en el Ser. Sobrevinieron las lluvias del monzón. Por ellas supo el discípulo que había transcurrido un año desde que llegara a la cueva. Abandonó la misma y se puso en marcha hacia la casita del maestro. Llamó a la puerta.

Si es así -dijo el yogui-, entra. No había lugar en esta casa para dos yoes.

El Maestro dice:

Más allá de la mente y el pensamiento está el Ser. Y en el Ser todos los seres.


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